lla vivía llena de ilusiones. Sus juveniles dieciocho años le hacían concebir muchas esperanzas. Recién había terminado sus estudios básicos y su cuerpo le pedía vivir; mucha vida dentro de su ser que, Luz, quería traducirla en nuevas experiencias. Ella vivía en Colombia, concretamente en Cali, la ciudad de las bellas mujeres por antonomasia; como sabemos, el mundo se queda admirado cuando aparecen en escena las mujeres caleñas. Luz era eso, un ascua de luz para iluminar el corazón de cuantos le admiraban. Cierto es que, esta bella mujer, por miles de razones, no encontraba el rumbo adecuado para su vida. En casa, bajo el auspicio de sus padres, los que anhelaban una vida tradicional para su hija, no terminaban de entenderle. Sus progenitores querían, como todos los padres tradicionales, que su hija se casara, que tuviera hijos; que formara una familia al más puro estilo convencional. Sus padres, al “mando” de cuatro hermanos que Luz tenía, procuraron darle cuanto necesitaba; era mucho el esfuerzo llevado a cabo por el padre mientras que, la madre, abnegada, se encargaba de las labores de la casa y, por ende, de la educación de todos sus hijos.
Barrio de Granada en Cali
Como sabemos, en la bellísima Colombia –como en cualquier parte del mundo- existen familias desfavorecidas; la llamada clase media y obrera que conocemos en Europa, allí no tiene apenas vigencia. En este país andino existen los grandes multimillonarios; gentes que tienen el dinero por castigo y, un núcleo de personas pasa enormes fatigas, en las que se encuentra esta familia de la que Luz es el “estandarte” más bello. Pese a todo, Colombia le gana al mundo en muchas “partidas”, entre ellas, sus creencias religiosas que, indudablemente les aportan esa fuerza que otros no tenemos; les podrá faltar el pan a muchos, nada es más cierto; pero los sobran atributos para seguir aferrados a Dios, sin duda que nos quepa, un tesoro inmaculado. No es mala cosa vivir junto a Dios, de ahí las esperanzas que todos los días albergan. Ellos, los colombianos suspiran por un “mundo” mejor y, de hecho lo tienen; les sobran recursos de toda índole para vivir con decencia y dignidad; el problema es mucho más profundo; su clase política que poco hace para remediar los males de los colombianos. Sigue siendo un dislate que, un país riquísimo en todo los órdenes, sus ciudadanos tengan que trabajar por un jornal humilde; contando que tengan trabajo; algunos ejercen de cartoneros, cirujas como les definirían desde Argentina; muchos son mendigos, la delincuencia está a flor de piel y, entre tanta desdicha, hasta podremos comprender que existan niños sicarios. Si analizamos, muy pronto comprenderemos que, traducido en nuestra moneda, un obrero colombiano puede ganar doscientos euros al mes, alrededor de seiscientos mil pesos colombianos. Cifra mísera con la que algunos tienen que vivir; traducido al cristiano, podríamos decir que tienen pan para hoy y oraciones para todos los días. Tal forma de vida es la que ha propiciado que las FARC sean una “potencia” en Colombia y que los narcotraficantes sean el arma más poderosa y mortífera a su vez, en dicho país.
La esperanza por poder progresar en Colombia es todo un esfuerzo titánico. Convengamos, pues, la idea genérica respecto a que algunas personas que, con todo el dolor de su corazón, quieren abandonar su país. En este bello latifundio de enormes proporciones, en que reina siempre la alegría, les sobran esperanzas para aguardar por un mañana mejor. Su forma de vida quizás no sea entendida como debiera desde otros puntos del planeta y, sin embargo, a Colombia le salva su alegría y, ante todo, sus convicciones divinas. Un pueblo que es capaz de vivir aferrado a la fe, por muchas carencias que sufran, éstas serán suplidas por completo en cuanto a las lagunas materiales que, desde otros países dilapidamos y solo le damos importancia a las cosas de tipo material. Tengamos a Colombia como ejemplo; no es mala lección.
Luz era consciente de cuanto digo. Sus juveniles dieciocho años le permitían pensar; quizás que, más de lo debido. Su mamá, tras abandonar ella los estudios se esforzaba en que la chica fuera una profesional de la materia que más le gustara; por esfuerzos, respecto a la madre, no iba a quedar la cosa. Una madre es capaz de todo y, doña Liliana, como madre de Luz, estaba dispuesta a ofrecerle a su hija todo tipo de sacrificio; el que fuera preciso con la finalidad de que la chiquita encontrara la ubicación que tenía perdida. La señora Liliana se desesperaba; a diario platicaba con su hija para hacerle comprender que, pese a todo, Colombia era su tierra y, en Cali estaban sus gentes, sus familiares, sus ancestros de toda la vida. El esfuerzo de aquella dama no daba para más; digamos que, mentalmente y humanamente, se vació hasta la última gota.
Luz padecía la peor de las enfermedades: no era feliz. Nada le motivaba y, en alguna que otra ocasión ya había caído en alguna que otra depresión. Su mamá sufría su dolor como si fuera el propio. Era lógico. La misma sangre, aún en distintas personas, puede producir sensaciones emocionales exactas. Este era el caso de la madre con su hija. Luz paseaba por la vida como el que pasea por una calle sin rumbo; su horizonte se había perdido. ¿Motivos? Concretos, ¡ninguno¡ Posiblemente, las carencias y limitaciones que la muchacha palpaba en su hogar, si acaso, podían haberla inducido a tal estado depresivo; pero tampoco era la causa efecto. Si por ello fuera, Colombia viviría en una permanente depresión genérica en todos sus ciudadanos. La belleza de Luz quedaba opacada con su mirada perdida y triste. Su figura, la que realmente deslumbraba, quedaba acomplejada por su triste carácter. Luz era la mayor de sus hermanos y, éstos, para su fortuna, todavía no tenían plena conciencia de cuanto estaba pasando en su casa y, de forma lamentable, en su país. Las limitaciones que la chica estaba pasando le hundían en su fuero interno; ella veía los noticieros y, contemplaba lo que ocurría en el “mundo exterior”; sabia de esa clase media de la que antes decíamos que, trabajando, se lograban muchos deseos; ella, por el contrario, se sabía tremendamente limitada; soñaba con comprarse un sujetador bonito; digamos que con un conjunto de ropa interior para que, frente al espejo, verse tan bonita como en realidad era; todo era imposible; no sobraba nada apenas para la comida y, “lujos” como el soñado por Luz eran pura utopía.
Desde que tuvo uso de razón, Luz, anhelaba la idea por un mundo mejor; digamos que, desde siempre, su corazón albergaba la idea de que, un día, sin ponerle fecha, pudiera encontrarse con una vida más “amable”. Frente a ello, para su fortuna, Luz tenía el ejemplo en su casa de que, la humildad, rociada de dignidad, era la constante en aquella humilde familia; o sea que, lo que se dice lujos, Luz jamás los conoció, por tanto, difícilmente podía anhelarlos. Pero desde el fondo de su ser, ella soñaba con una vida más placentera, cuando menos, más relajada. Las penurias y apreturas crematísticas que Luz veía soportar a su madre le quitaban hasta el sentido. No era justo que, un padre y una madre, trabajando con denuedo, no pudieran llegar hasta el fin de mes; la mamá, la gran luchadora, el artífice de aquel “milagro” por la supervivencia, hacia ejercicios malabares para que la balanza se equilibrara; es decir, ingresos y gastos. Pero era inútil la tarea de doña Liliana; los gastos, desdichadamente, siempre sobrepasaban a los ingresos, razón evidente para el desencanto y la tristeza más absoluta.
Cierto es que, la idea de Luz por llegar hasta Europa no era sencilla; rondaba por su mente desde hacía mucho tiempo pero, faltaba lo más elemental; el dinero para el pasaporte y, llegada a Europa, previamente, haber decidido en qué país quería quedarse. Todo le quedaba muy lejos. Pese a su tristeza, Luz era consciente de todas las dificultades; hasta se sentía culpable ante su entorno familiar; se sentía una carga más para sus padres; había cumplido la mayoría de edad y, económicamente, nada aportaba. Desesperada ante lo que estaba viviendo, no dudó en salir a la calle; había que buscar trabajo, como fuere, al precio que fuere. Le ilusionaba ser dependienta de una tienda de ropa; justamente, la ropa que tanto le hacia gozar cuando la veía en las revistas, justamente, ante aquellas modelos que ella admiraba. Muchos días de cansancio, enormes vueltas por la ciudad, peticiones de trabajo, hasta súplicas por lograr un puesto de trabajo; todo estaba ocupado. Lo que sobran son parados, le decían siempre. Vuelva dentro de un año; espere unos meses; tenemos la plantilla cubierta; el mes pasado empleamos a una muchacha; llegó usted tarde. Todas las excusas habidas y por haber tuvo que soportar. Frases llenas de desencanto que, irremediablemente, aumentaron su estado depresivo. Llorar era su válvula de escape.
-No te preocupes, mi hijita –decía su madre- mañana tendrás más suerte. Nos arreglaremos como hasta hora. Siempre hemos llenado el puchero, aunque haya sido con fríjoles, pero, lo que se dice alimentarnos, con las estrecheces de siempre, lo pudimos lograr. Tenemos que esperar un mañana mejor; Dios nos ayudará, mi hijita.
Dichas palabras no reconfortaron a Luz. El “discurso” le sonó a melodía desafinada; como la tapadera de un boquete enorme el que, la madre, lo quería tapar con sus manos.