U n milagro se había producido en la Santa María de Bogotá; lo que parecía imposible se tornó realidad. Cuando todos sospechaban que la alternativa de Morenita podía ser un sencillo trámite, de pronto se tornó en un éxito inenarrable. Allí estaba ella dando la vuelta al ruedo, aclamada como nadie y, como un detalle bellísimo de su parte, invitó a su amado y padrino de alternativa para que diera la vuelta al anillo junto a ella.
El Mago, tan ceremonioso como siempre, seguía los pasos de Ingrid; el éxito era de ella y las ovaciones le correspondían a ella. Rodolfo ocupaba un segundo lugar en tan carismática vuelta a la circunferencia taurina mientras que, en honor a la verdad, sus ojos se habían empañado de lágrimas. Era mucha la emoción que sentía por su amada; y, por la forma en la que andaba, daba la sensación de que estaba rezando dando gracias a Dios por el logro obtenido por su amadita.
La gente vivía una euforia colectiva; hasta tres vueltas al ruedo tuvo que dar Morenita de Bogotá para ser aclamada por completo. Se retiró a la barrera, no sin antes coger un puñadito de arena para besarlo en señal de gratitud hacia el público bogotano que la comprendió y admiró como nadie antes lo había hecho.
Ya estaba en la arena el segundo bicorne de la tarde.
Allí estaba El Mago desplegando su capote para mecer al toro en unas maravillosas verónicas. La gente lo jaleaba animosamente; había magia en cada lance, algo que trasmitía por completo a los tendidos llenos de aficionados que esperaban de él, lo mejor.
El cartel del Mago era fantástico; primero a causa de la popularidad adquirida en Colombia por lo del accidente aéreo y, más tarde, por el inenarrable triunfo que logró. Todo giraba a favor; tras tantos años de incertidumbres y desdichas, tuvo que ser ahí en esa tierra, Colombia donde El Mago se pudo reencontrar, con lo mejor de sí, el gran Rodolfo Martín.
El toro embestía con nobleza y, tras la tanda de verónicas, una gaonera espectacular cerró la serie con el capote. Tras ser picado el toro y comprobar su nobleza, El Mago cogió los palos; les dijo a sus subalternos que se retiraran a barreras; él quería ser el artífice en todos los tercios siempre y cuando, como ahora, el toro se lo permitiera; es cierto que la bondad del enemigo hasta el momento, era latente y manifiesta. Con el donaire que le caracteriza al Mago, clavó tres soberbios pares de banderillas sin apenas despeinarse; la plaza era un clamor; los subalternos tuvieron que “sujetar” al toro para que Rodolfo, tras el brillante tercio de garapullos, pudiera dar una clamorosa vuelta el ruedo.
Morenita de Bogotá le hizo la devolución de trastos al Mago y, éste sin pensárselo dos veces, le brindó la muerte del toro a su amadita; la llevó hasta el centro del ruedo y allí se fundió en un abrazo interminable junto a ella. La emoción que allí se sentía era indescriptible; lo que sucedía en la arena trascendía en los tendidos; no cabía mayor dicha para todos.
Citó al toro El Mago desde muy lejos y, cuando ya lo tenía bajo su jurisdicción, le enjaretó un pase cambiado por la espalda con enorme riesgo para su vida; el pitón del toro pasó a milímetros de su cuerpo. La gente estaba emocionada y apenas daban crédito por a lo que estaban viendo; El Mago cogió la muleta con la mano diestra y le endilgó a su oponente tres series de derechazos con el sentimiento que solo él sabe llevar a cabo; series bellas, únicas, interminables que, al finalizar las mismas, El Mago, como sello marca de la casa, le endosó a su enemigo un trincherazo maravilloso; algo sublime que puso a la gente de pie. El propio Mago se sentía dichoso; hacía gestos mímicos tan característicos en él con los que trasmitía su propia felicidad. Otro pase invertido frente a su enemigo para llegar a la mano izquierda; esa mano con la que arrastraba la muleta al compás que le marcaba el toro; un tratado de parar y templar. Naturales largos, bellos, lentísimos; todo parecía un sueño lo que vivían; la suerte, Dios, el destino, quisieron favorecerlos generosamente a ambos diestros.
Si ella con su toro había logrado un éxito de clamor, El Mago no le iba en zaga. Unos pases de trinchera, un cambio de mano y un desplante sin la muleta dieron por concluía la faena. La gente pedía las orejas y el rabo y El Mago todavía no había entrado a matar; todo estaba en el aire, digamos que su triunfo. Allí se perfiló, en el centro del ruedo, para lograr una media estocada lagartijera que tiró sin puntilla al toro.
Saltaba de alegría El Mago; su dicha no podía ser más grande; era difícil discernir si sentía su dicha o, como se había demostrado, gozaba la lograda por su amadita. Un compendio de triunfos al unísono para que ambos disfrutaran de una tarde gloriosa. El presidente le otorgó al diestro los máximos trofeos para que éste recorriera el ruedo con su clásica parsimonia, con esa lentitud del que quiere saborear la gloria que tantas veces el destino le había negado. Al pasar a la altura de Morenita, éste invitó a la torera para la vuelta al ruedo. Era la apoteosis; no cabía más dicha en todos los corazones. Si aquellas veinte mil almas que presenciaban el festejo querían soñar despiertos, lo habían logrado, Morenita y El Mago había sido los artífices. |