S e llamaba Soledad, y la elegí como madre, por la misma razón que Dios, la eligió como hija. Nunca usó agenda, porque hacía solo lo que amaba; y eso, se lo recordaba el corazón. Se dedicó solo a vivir y no le quedó tiempo para otra cosa.
Con esta evocación hacia una mujer muy singular empiezo estas letras que, comienzan ahora así y no sé, cómo terminarán. El tiempo dirá. Lo que sí sé, es que estas letras llevarán plasmados recuerdos de mi alma, emociones que he sentido a lo largo de mi vida común y corriente, que quiero sean una exaltación a la mujer que me dio el ser, la que supe amar con locura y, para mi desdicha, la que tan pocos años disfruté.
Nací en los albores del año 1950 y, el primer recuerdo que tengo no es otro que la bella cara de mi madre; no sé las razones; podía haber sido la de mi padre, pero se me grabó en el alma, la sonrisa de aquella mujer que, todavía aún me pregunto cómo podía sonreír de aquella manera tan hermosa, cuando nuestras carencias eran tantas.Supongo que sería, porque vivía enamorada de mi padre y lo material, a ella, nunca le afectó.
Hacía una década que habíamos dejado atrás la maldita Guerra Civil y, las privaciones, pese a los diez años transcurridos desde entonces, aún eran muchas. Cierto es, que en España, por aquellos años, quedaban todavía muchas cosas por hacer para verla transformada en la nación próspera que tiempo después fue; en las grandes urbes ya se hacían notar muchos cambios sustanciales en el modo de vida, pero a los pueblos, esos aires de cambio, aún no habían llegado y las limitaciones, seguían siendo las de siempre.
Vivíamos como Dios nos daba a entender, y de una manera bastante precaria; es decir, arreglándonos con lo que teníamos, que era más bien poco. Por ejemplo, no teníamos agua corriente, por lo tanto, los viajes hasta la fuente más cercana en busca del preciado líquido para beber o cocinar, eran una constante. La ropa, en cambio se llevaba a lavar al recodo del arroyo, que quedaba como a unos 2 km de casa.
Respecto a la energía eléctrica, teníamos, pero de una manera muy limitada; sólo había una bombilla en toda la casa y, muchas veces, teníamos que echar mano del tradicional quinqué porque, la más mínima tormenta, era suficiente para que se fuera la luz, y no volviera en horas y a veces hasta en días.Las condiciones de higiene eran muy precarias también. Mi madre me bañaba en un barreño de latón, dentro de un cuartucho de madera con techo de chapa, que mi padre había construido sobre la terracita que quedaba en la parte trasera de la casa. No teníamos un cuarto de baño instalado dentro de ella. Además, sin agua corriente, tampoco hubiera tenido demasiado sentido, salvo quizás para resguardarnos mejor del frío, pero antes los baños se hacían afuera. Por lo general, bastante alejados de la casa. Y allí, en una parte contigua, a dónde nos bañábamos, bajo el mismo tipo de construcción, y separado por un tabique y con una puerta rústica, que también daba hacia fuera, estaba el “excusado”, con el escalón de material, con el agujero, que estaba conectado a una cañería, que desembocaba directamente al pozo ciego.
Sin duda, recordar todo aquello me hace sentir más humilde de lo que soy; sí, es cierto y no está nada mal que así sea, porque el que olvida su pasado está condenado a repetirlo y, por el amor de Dios, todas aquellas privaciones no las quiero para los míos, ni para nadie.
Aquella forma de vida, en cuanto a las comodidades y cosas materiales, me refiero, analizada ahora bajo la óptica de los usos y costumbres corrientes al presente, hasta nos puede sonar algo bastante curioso y abstracto; y para muchos, hasta increíble.
Pero en realidad, por aquella época, era lo que había, no existían otras cosas, al menos a nuestro alcance presupuestario y, en aquellos momentos, pese a lo aspereza de la situación económica del país, todo nos parecía de lo más normal y hasta hermoso. Ahora bien, si acostumbrados como estamos en la actualidad, a las comodidades que hoy día disfrutamos, de pronto tuviéramos que vivir como en aquél entonces, pues sentiríamos, sin lugar a dudas, que el castigo no podría ser peor.
Pero metiéndonos dentro del contexto de aquellos años cincuenta, vemos sencillamente que no todo era tan malo; carecíamos de casi todo, es verdad, pero nos sobraba algo que ahora, a muchos de nuestros conciudadanos, pareciera que les falta, y me refiero ni más ni menos que a la alegría.
A nosotros, ¡gracias a Dios!... y a mi madre, nos sobraba alegría, en nuestro hogar.
Mi padre era un humilde agricultor, como casi todos los padres de los demás niños del pueblo. Vivíamos de lo que daba la tierra que, por rachas había veces que apenas daba nada; mi padre, como recuerdo, siempre estaba pendiente de los cambios climáticos; es decir, del frío, de la lluvia, del calor, de la sequía; dado que todos ellos influían para que el año fuera bueno o malo según los diferentes tipos de cosechas. ¡Vaya uno a saber!, para qué le servían tales preocupaciones a mi padre, ya que ante las inclemencias del tiempo, poco y nada podía hacer un labriego de entonces.
Los agricultores de aquellos años, pasaban más tiempo rezando, que trabajando. Teníamos, eso sí, todo lo que un agricultor debía tener; las herramientas de labranza y para los demás trabajos del campo, la mula, el carro y, además un corral en la planta baja de la casa, dentro del cuál criábamos animales domésticos; como, gallinas y conejos que, como es de suponer, nos permitían comer con dignidad. Un huevo frito siempre teníamos, y para eso eran las robustas gallinas ponedoras, que criaba mi madre.
Por cierto que, cada vez que teníamos que matar una gallina, todos éramos muy cobardes, en la familia; ninguno valía para matar. Mi madre tenía pánico al respecto; a mí, ni se me ocurría intentarlo y mi padre era incapaz de matar una hormiga, que pasara por su lado. Así que mi madre siempre tenía que recurrir a alguna vecina corajuda, para que degollaran o le retorcieran el pescuezo a nuestras gallinas, espectáculo dantesco que yo... ¡no quería ni ver!
Salvo esa “violencia” y las carencias mencionadas, puedo afirmar que éramos una familia que vivía una vida sencilla, linda y llena de alegría. Pensar que hoy en día, hay tantos aparatos eléctricos en una casa, nosotros no sabíamos ni lo que era tener una radio; no porque no existiera o no la conociéramos, sino porque no podíamos comprarla. ¡Si no teníamos ni agua corriente!, ¿cómo pensar en comprarnos una radio? Enfocarnos en eso hubiera sido para nosotros, algo muy descabellado. Nuestra atención y por ende nuestra intención, estaban puestas siempre en las cosas importantes, en las cosas necesarias.
El resto de nuestra casa era muy humilde; recuerdo que, el piso en vez de terrazo era de yeso que, al barrer, iba descascarándose puesto que se le iban soltando de a poco, con el paso de la escoba, pequeños trocitos del mismo; y ni hablemos de fregar el suelo que, era ahí cuando, si no teníamos cuidado de no mojarlo tanto, se nos salía todo el yeso con el estropajo de la limpieza. Mi padre de tanto en tanto, tenía que hacerle un mantenimiento al piso, para que nuestros pies, no rozaran la tierra.
En las paredes no se colgaban cuadros. ¿Para qué? Sí éstas, ya estaban hermosamente ornamentadas con unas fantásticas grietas, en el adobe, que a su vez, tenían algo muy bueno; porque por ejemplo, las de nuestra cocina, daban a la cocina de la casa de al lado, y por sus vericuetos y resquicios, nos llegaba el sonido de la radio de la vecina que, para nuestra suerte siempre la tenía a todo volumen; y era una bendición que nuestra casa estuviera agrietada de esa manera puesto que, entre otras muchas cosas, escuchábamos gratis, las canciones de Antonio Machín, un cubano que era todo un referente para la época y además, el cantante preferido de mi madre. |