N o tengo recuerdos demasiado especiales de mi niñez; creo que apenas fui niño.
Nunca tuve juguetes de ningún tipo; bastante lograron mis padres que, en honor a la verdad, hicieron que la comida nunca nos faltara. A Soledad, mi madre, como dije antes, no le importaban las cosas materiales, pero a veces, yo veía como se desolaba por algunas de esas cosas. Siempre necesarias, no de lujo, pero que no podía alcanzar.
Ella quería, por ejemplo, comprarse un abrigo y, nuestra economía no daba para ello, y eso la tuvo un tiempo, un poquitín frustrada. Otra cosa, que la ponía muy mal eran unas cucarachas horribles, que aparecían en la casa, posiblemente debido a que la cocina estaba justo encima del corral. Al verlas, mi madre rompía a llorar; por otra parte, era lógico que así sucediera; aunque ella era muy limpia en todos los sentidos, porque las condiciones que teníamos de higiene, sobre todo, debido a la escasez de agua, dentro de la casa... y a ese corral, que había en la planta baja, daban lugar para batallar todo el tiempo, contra la mugre, algo que agotaba a veces a Soledad.
Mi padre ejercía como labriego en los humildes predios de su propiedad pero, la mayoría del tiempo se contrataba como asalariado en el monte.
Sí, en aquellos años, el negocio de la madera estaba en plena efervescencia y, en el monte denominado El Maginó, mi padre, como tantos otros hombres de la época, echaban muchas peonadas que, le aportaban un dinerito muy útil a la economía de nuestro hogar. Por cierto, si se me permite el inciso, en aquellos años a los que aludo, había cientos de hombres en los montes cortando la leña de los pinos, casi todos fumaban y, jamás hubo incendio alguno. Lo digo, porque es realmente muy llamativo el hecho; sobre todo ahora que se prodigan los incendios por todos los montes y bosques de España.
Lo triste de nosotros, los que vivimos en aquellos años es que, a la juventud, mis hijos sin ir más lejos, les contamos aquellos avatares y sonríen incrédulos; les cuesta mucho entender que todo aquello pudiera ser verdad. Muchas veces tengo la sensación de contarles algo y sentir que piensan, que les estoy contando una de mis novelas. Inciso y aparte.
Viví pegadito a mi madre; era lógico, porque mi padre salía tempranito y volvía ya entrada la noche, para trabajar, bien fuere en sus humildes tierras o, como antes decía, echando peonadas en los montes. Por lo tanto, de Soledad Ventura aprendí en ese tiempo las lecciones más bellas de vida, que me sirvieron y me sirven, para el resto de mi viaje; como antes dije, la primera lección, me la dio con su sonrisa que siempre fue en ella, un gran valor. No es que no la haya visto jamás triste; no, eso no es... si bien es cierto, que en ocasiones le sobraban motivos para ello. Pese a todo, ella siempre tenía para regalar a los demás, una sonrisa a flor de labios.
Además, mis padres eran un matrimonio feliz y bien avenido; que se adoraban el uno al otro, para su suerte, ya que de otro modo hubiera sido muy complicado, sobrellevar aquella cruz de las privaciones que sufríamos en algunos órdenes, debido exclusivamente a las circunstancias económicas.
Me acuerdo de los duros inviernos de mi niñez y me pongo a temblar solo de recordarlo; el frío era tremendo, incluso dentro de la casa. La calefacción era nula y nos abrigábamos todos juntos, arrimándonos a la chimenea a leña que, durante el invierno, se pasaba el día encendida. En especial por las noches, nos arremolinábamos todos, junto a ella, ya que daba unas llamas deliciosas, con un calor acogedor. El problema venía cuando subíamos a las habitaciones; más que dormitorios, aquello eran neveras; mantas no teníamos muchas y nos apañábamos como podíamos, acostados en aquellos colchones de plumas que, dicho sea de paso, recuerdo que una noche se abrió uno de los colchones y todavía me parece estar recogiendo las plumitas, que volaban por todo el ambiente, para volver a meterlas dentro del colchón.
Era una forma de vida, la que llevábamos, como la que llevaban todos los habitantes de Tibi, en la que no había otra opción y, salvo los más pudientes, el resto vivíamos de forma humilde. En aquellos años, hasta los ricos, si es que en verdad los había en el pueblo, tenían la carencia del agua corriente; si es cierto que, algunas familias, con más recursos, en vez de ir ellos a las fuentes a buscar el agua, mandaban a sus criados; ese, justo... no era nuestro caso y, como venía contando, el abastecimiento del agua era la tarea primordial, de cada día. Imaginen entonces lo que sucedió, el día que se instaló el agua corriente en el pueblo, la fiesta fue mayúscula. Todavía recuerdo la algarabía por parte de todos. Vamos que, el día que en la entrada de mi casa, vi que de un grito de palanquita, que abríamos, dándole una media vuelta a izquierda o derecha, caía agua, aquello nos pareció ¡un milagro! Así, lo entendimos todos.
Y a partir de aquél momento, que tuvimos agua corriente en las casas, notamos que el pueblo comenzó a prosperar, al igual que sucedía en tantos otros pueblos de España, a los que le llegaba el progreso que facilitaba una mejor calidad de vida a sus habitantes. Al respecto del agua, todavía había mucho más por hacer; todos, sin distinción, soñábamos con tener un cuarto de baño, totalmente instalado, agua en la cocina, incluso un grifo en el corral para dar de beber a los animales, de forma muy concreta a la mula puesto que, era el animal que más agua consumía y dada su dura tarea diaria, merecía el agua más que ningún otro.
Eran los primeros años sesenta y, aquel hecho tan sencillo pero bello, nos esperanzó a todos. ¡Teníamos agua corriente! Vaya lujazo el nuestro. |