E ntre ilusiones y quimeras iba discurriendo mi vida. Tendría yo diez años, cuando tomé la primera comunión y, como regalo, mis padres me prometieron llevarme hasta Alicante, por aquello de conocer la capital; teníamos allí un primo de mi padre, el señor José Pla, casado con la señora Dolores Espadas, un matrimonio magnífico, que nos querían como si ellos y mis progenitores, fuesen hermanos. Atónito me quedé en Alicante; todo me parecía fastuoso y, cuando mi tío me llevó a conocer el mar, por primera vez, mi asombro no podía ser mayor. No imaginaba, por nada del mundo, que pudiera existir una balsa tan grande. Aquello era la locura, de vasto. Ver navegar los barcos y los veleros, en particular; me produjo una emoción tremenda.
Ante aquel monumento de la naturaleza me extasié por completo y, es al día de hoy que, tantísimos años después, el mar me sigue cautivando.
Pero antes de aquel viaje hasta Alicante, debo de contar una anécdota muy curiosa respecto de mi primera comunión. Tras la ceremonia, mi madre preparó una gran chocolatada para todos; familiares, amigos, niños conocidos; en fin, éramos una troupe bastante numerosa; pero así todo, no faltó ese clásico chocolate caliente, con bollos dulces, que nos deparó a todos, una jornada inolvidable. Y la anécdota que voy a contar, no es otra que el inmenso disgusto, que le di a mi madrecita, ese mismo día.
Algo, que todavía aún, sigo lamentando. Recuerdo que, como regalos de mis familiares y tal como se acostumbraba para dicho acontecimiento, recogí la gran suma de cincuenta pesetas de la época; noticia que se la comuniqué a mi madre, de inmediato, ni bien conté todo el dinero, que tenía en mis bolsillos y como se comprenderá, este hecho, la hizo sentir muy feliz. Pero necio de mi, irresponsable hasta la locura, no me dí cuenta que la alegría de mi madre estaba basada, en que ella vio que con ese dinero, podía pagar algunas cosas que debíamos. ¡Y yo, ni corto ni perezoso, me lo gasté todo!. Y no es que lo tirara en golosinas, ni en otros vicios; nada de eso. Simplemente me compré muchos lápices, libretas, bolígrafos, cosas... todas ellas de las que carecía y, que por un momento, con aquel capital entre mis manos, comprendí que podía hacer realidad mis sueños, de tener todas esas cosas que anhelaba, para poder escribir y dibujar, como hacían otros chicos en la escuela.
Ciertamente, no hice nada malo. Pero mi madre, cuando se enteró, lloró amargamente ante el dispendio innecesario que yo había cometido.Y lloramos juntos, esa es la gran verdad. Recuerdo que me sentí tan mal que, le supliqué de rodillas a mi madre que me perdonara, y le prometí que al día siguiente iría a la tienda donde compré todo, lo devolvería y le rogaría a la dueña, que me reintegrase el dinero invertido. Le explicaría que toda la compra la había hecho sin el consentimiento de mi madre y que, aunque me hacían falta esas cosas, lo real es que no me era necesaria tanta cantidad de elementos para ir a la escuela. Y así hice.
Al día siguiente me personé en la tienda y, la dueña de la librería al verme tan compungido, escuchó mis explicaciones y no dudó en atender mi ruego. Me quedé con una unidad de cada cosa que había comprado y la señora Lola Sirvent, me reintegró el importe correspondiente, por las otras cosas que devolví. Cuando mi madre me vio entrar a casa, con aquel dinero que ella había dado por perdido, volvió a llorar, pero esta vez de la emoción que le había producido mi buena actitud. Cometí, un tremendo error, es cierto; pero al día siguiente, lo subsané.
Luego, tiempo más tarde me enteré, de boca de mi adorada madre que, aquel dinero que ella esperaba con tanta ilusión era, ni más ni menos, que para pagar el traje de marinero que lucí aquel inolvidable día de mi primera comunión.
Por ello, cuándo supe la verdad, sobre el destino que Soledad Ventura tenía dispuesto, para aquél dinero que me habían regalado, sentí una vez más el aguijón de la inefable torpeza, que había cometido.
Menos mal que, por obra y gracia divina, supe rectificar a tiempo, para que mi madre fuera feliz, nuevamente. Y ese ha sido siempre mi signo, equivocarme muchas veces, para luego, saber rectificar a tiempo.
El primer año que acudí a la escuela, el único libro que utilizábamos, la Enciclopedia Álvarez, me la prestó un amigo. Allí, en aquel libro, estaba escondido todo el saber que en la escuela se precisaba. Era un volumen magnífico o al menos lo veía yo así, a esa edad; servía para todos; chicos y chicas, porque todos anhelábamos lo mismo, el saber idéntico.
Ya, en el curso siguiente, una tía mía llamada Asunción, me compró una enciclopedia “para mí solo”; es decir, para dejar de vivir prestado. Con aquel libro totalmente nuevo, me sentía el rey del mundo. Y mi madre, sintió una gratitud inmensa por su hermana; que había tenido un gesto, tan bello, con su sobrino.
Con dicho libro, y con una libreta nueva que tenía, más un lápiz y un bolígrafo continuó mi aprendizaje en la escuela que, en realidad, duró muy poco, es decir, no muchos años más.
Cuando cumplí los doce años de edad, me otorgaron el llamado Certificado de Estudios Primarios, y con ese documento el gobierno español, acreditaba que había sido un buen estudiante y aprendido lo básico para desenvolverme en la vida, pero en realidad apenas era nada; yo sólo tenía una caligrafía muy apta para la edad que tenía y, mucha afición por escribir pero no mucho más.
Fui un mal estudiante en matemáticas, si bien sacaba sobresalientes en escritura, y en caligrafía; lo cierto es que me gustaban mucho estas dos materias, y esa la clave, del éxito obtenido con ellas y todo mi mérito. En cambio para matemática, lo confieso, siempre fui un negado, nunca supe porque dos más dos, era cuatro. |