A l respecto de mi madre, reconozco que hasta debo haber llegado a tener, lo que se conoce, como complejo de Edipo con ella; es que, siempre estábamos juntos. Yo, deseaba salir de la escuela para estar con mi madre; a mi padre sólo lo veía por las noches porque el pobre se pasaba todo el día en el campo “trabajando de sol a sol”, como se decía por aquellos años. Y gracias al amor que nos profesábamos ella y yo, jamás olvidaré el día que le salvé la vida; parece extraño que un niño de ocho años, que es la edad que debía tener yo, por aquella fecha, pudiera salvar la vida de su madre. Pero, así ocurrió.
Soledad Ventura solía cocinar con un hornillo de petróleo que teníamos, y era el artefacto disponible para tal fin, que reinaba en los hogares, por aquél entonces. El gas butano envasado en garrafas, ya se conocía en las capitales, pero a los pueblos, tardó bastante más tiempo en llegar. Por lo tanto, nos teníamos que arreglar con aquel artilugio horrible puesto que, por la combustión del petróleo, todas las comidas y hasta toda la casa, olían al mencionado combustible. Es cierto también que, el fogón en cuestión, en ocasiones, daba unas llamaradas tremendas; aquel fuego no era controlable, para nada. Igual no daba de pronto fuego, como para calentar una olla de agua que, como en otras oportunidades y de repente, lanzaba esas llamas inmensas.Un día, mientras hacía yo los deberes en la sala de la casa, de repente, escucho gritar a mi madre desde la cocina; lanzó un grito atroz y desesperado, y yo, me asusté muchísimo. Tardé algunos segundos en acudir en su ayuda y, aterrorizado ví cómo ella iba de aquí para allá, zarandeando frenéticamente su brazo izquierdo, que ardía como, si fuera una antorcha. Ella me gritó, en medio de su desesperación no se que cosa, que yo no le entendí, pero a la velocidad de un rayo, atiné a coger una manta rota que teníamos en el “salón”, la única que teníamos allí, para mitigar el frío, y me abalancé sobre ella cubriéndole el brazo, logrando apagar, de esa manera, el fuego.
Muchas veces me pregunto qué hubiera sido de mi madre, si en el momento de dicho incendio no hubiera estado yo, allí en la casa, junto a ella, para ayudarla. Sin duda alguna que la salvé de una tragedia segura, puesto que, de no haber podido apagar las llamas, quizás toda su ropa y toda ella, hubieran ardido por completo. Volviendo a mi madre, recuerdo que en aquellos momentos, Soledad lloraba de dolor por las quemaduras que tenía en el brazo y, a su vez de alegría al ver que su pequeño hijito le había salvado la vida. Yo sinceramente, estaba muy asustado. El corazoncito me latía con tanta fuerza, que hasta podría habérseme salido del pecho. Pese a ésto, enseguida me percaté, como el brazo a mi madre se iba hinchando de una manera exponencial; es decir, la piel se le iba levantado por completo debido a las quemaduras, dándole paso por debajo, a unas horribles y tremendas ampollas de agua. Juro que no sabía qué hacer, me hallaba desorientado ante semejante manifestación física.
Mi madre me pidió entonces, que fuera corriendo hasta la casa de mi tía María, para explicarle lo sucedido. Eso hice. Corrí tan rápido como no lo había hecho nunca. Llegué a la casa de mi tía, casi sin aire, pero así todo pude contarle lo sucedido y decirle que me madre la llamaba y, mi tía, que vivía cerca de casa, no dudó un instante y se personó junto conmigo, en la nuestra, de inmediato. Entre los dos, acompañamos a mi madre hasta la casa del médico que, de forma milagrosa tenía en su consultorio, una pomada – aclaro esto, porque no era fácil que existiesen los medicamentos adecuados, disponibles en las farmacias o consultorios de los médicos de pueblo-, que el facultativo, le aplicó a Soledad, en el acto, sobre todo el brazo. Salimos de allí, al rato los tres, otra vez de vuelta para mi casa. Mi madre iba en silencio y el rostro fruncido, con el brazo vendado y, sin duda, soportando el cruel dolor que dicha herida le producía.
Cuando estábamos ya en casa, y luego de haber demostrado oportunamente mi entereza, me puse a llorar, de forma desconsolada. Tanto mi madre como mi tía, trataban de consolarme, pero yo estaba desolado.
Quizás vino a mi mente infantil la idea, de lo que “pudo haber sido” de no haber estado yo junto a mi madre, de ahí estimo que también, fuera que me pasara todo el trayecto de vuelta hasta casa, entre sollozos contenidos que intentaba que ni mi madre ni mi tía escucharan, pero una vez que hubimos llegado, no pude contener más.Aquella noche, cuando regresó mi padre del trabajo y se encontró con la “noticia” el pobre se derrumbó.
Y recuerdo que, con tan poquitos años, yo animaba a mi padre diciéndole que no se preocupara que, hasta que mamá se curara, yo estaría junto a ella.No recuerdo con exactitud el tiempo que duró la convalecencia de las heridas que había sufrido mi madre, pero sí el permiso que pedí en la escuela, avalado por mi padre, para no dejar sola a mi madre ni un solo momento. Por dicha razón, junto a mi madre, y por ese “imperativo circunstancial” tuve que aprender cosas increíbles; digamos que todas las labores del hogar. Nos levantábamos y, la primera tarea no era otra que hacer las camas, algo que mi madre me enseño y que me resultó tan sencillo que, en la primera “clase teórica” que ella me dio, yo lo aprendí, de una vez y para siempre. Más tarde, también aprendí aquello de barrer. Y ciertamente, en aquellos años, el hecho de barrer si tenía mucha importancia; y la tenía porque las calles eran de pura tierra y, para colmo, muchas veces, mi padre venía del campo con sus alpargates llenos de barro, razón que se ensuciaba todo y mucho.
La escoba de paja, en la actualidad, ha muerto prácticamente, reemplazada por la aspiradora o por un escobillón, pero en aquellos años era un instrumento imprescindible.
Como vemos, el percance de Soledad Ventura tuvo una cosa buena, hacer de mí un hombre de provecho; enseñarme las labores del hogar que, en aquellos años, y siendo yo varón, jamás hubiera sospechado que tomaría sobre ellas, lección. Y algunas cositas, también aprendí a cocinar, aunque la cocina de petróleo, la seguía manejando mi madre, aún con una sola mano. No dejaba en ningún momento, que yo me acercara a ella. Sino que por el contrario, siempre me pedía, que me mantuviera lejos de aquél artefacto.
Todo tiene su parte buena y, la mía, al respecto, no fue otra que aprender sobre las mencionadas labores domésticas, enseñado directamente, por mi madre. Por esa, otras y miles de razones más, me he pasado la vida dándole gracias a Dios, por haberme dado la madre que me dio. Un modelo de ser humano que, cincuenta años después de su muerte, todavía me sigue cautivando con su presencia permanente, dentro de mi corazón. |