M ientras tenía lugar el éxito de Luís Arango en su plaza caleña, Luz, al ver la sangre de los toros sufrió una lipotimia, por lo que tuvo que ser atendida en los servicios sanitarios de la plaza. Nada grave, pero sí con la suficiente consideración como para que no pudiera ver terminar el festejo y, lo más triste es que, como los toreros, acabara en la enfermería de la plaza. Sea como fuere y, pese al contratiempo citado, Luz se marchó contenta; no pudo refrendar por completo aquello que había empezado a apreciar pero, su impresión no resultó mala; todo lo contrario.
Madre he hija regresaron a casa tras diagnosticar los doctores que el desvanecimiento de Luz no había tenido ninguna consecuencia digna de preocupación; superada la citada lipotimia ahí quedó todo. Ya en casa, ambas, estaban felices; al día siguiente Luz empezaba su singladura como empleada en el hotel Sératon y, dicha circunstancia la tenía ilusionada. Casa colonial de Cali.
Ya clareaba el día y, Luz, contenta y dichosa, partió hacia el que sería su lugar de trabajo. Su paso era firme; varias cuadras le separaban de su domicilio hasta el hotel pero, repito, sus andares denotaban la mima ilusión del que corre en la búsqueda de su gran premio; ciertamente, Luz sentía que estaba siendo premiada con dicho trabajo.
Traspasó la puerta del hotel y le recibió el conserje.
-¿Qué desea, señorita? -Dijo aquel hombre.-
-Vengo aquí porque hace unas fechas se me contrató para trabajar como chica de la limpieza…
-Espere; -dijo el señor- ahora aviso al gerente para que la reciba y le indique.
Luz se sentó en uno de los sillones de aquel inmenso hall y, los huéspedes que por allí deambulaban quedaban atónicos ante la belleza de la muchacha; digamos que era el centro de atención. Una mujer bella siempre causa expectación y, Luz, sin pretenderlo, era el centro de todas las miradas.
De pronto divisó a un señor que, decididamente, se dirigía hacia ella. Era un hombre de unos treinta años, alto, bien parecido y con porte de galán; era el gerente del hotel como más tarde se identificó ante ella.
-¿Señorita Luz? –Preguntó el señor-
-Si, soy yo. –Respondió ella.
-Venga, acompáñeme a mi despacho y firmaremos el contrato.
Al fondo de aquella planta baja se encontraba el fastuoso despacho del gerente; un sillón giratorio, varios sillones fijos para recibir al personal, una mesa grande en madera de caoba, cortinas de seda, distintas pinturas de Botero adornaban las paredes; todo un lujo al alcance de pocos; Luz estaba maravillada. Jamás había entrado a un sitio tan importante.
Ambos firmaron el contrato y, mientras ella estampaba su firma, la mano del gerente acarició la suya; un escalofrío recorrió su cuerpo. No acertaba a comprender aquella actitud. Pero no podía negar que, aquel hecho, para bien o para mal, le había impresionado.
-Ahora, -dijo el gerente- irá hasta donde se encuentra la jefa de personal para que le entregue el uniforme, y le indique cómo debe de realizar los trabajos, horario a realizar y todos los detalles para que usted cumpla su cometido con eficacia y, dado su físico, su belleza exótica, si usted quiere escalar posiciones en nuestro hotel, ya sabe lo que tiene que hacer. Aquí me tiene para lo que necesite; no dude en llamarme cada vez que tenga un problema que, siempre estaré para usted.
Luz quedó como anonadada; no sabía interpretar las palabras de aquel señor. “Si quiere escalar posiciones, ya sabe usted lo que tiene que hacer”. La frase le dejó helada; no acertaba en la definición y, mucho menos, en su interpretación. Aquella caricia en su mano mientras firmaba, la frase pronunciada por el hombre, aquella amabilidad; todo la estaba confundiendo. Quizás que ella, por su inexperiencia, no sabía interpretar debidamente cuanto le estaba sucediendo.
Subió hasta la quinta planta y, allí le estaba esperando la jefa de personal; se presentó ante ella y dicha mujer, muy brevemente, le explicó el funcionamiento del su trabajo.
-“Debe ser usted muy seria en sus acciones –decía la señora- y siempre tendrá que tener usted la sonrisa flor de piel; los clientes no saben de amarguras, por tanto, siempre tenemos que trasmitirles felicidad. Su amabilidad para con todos será una constante y, la menor queja por parte de un cliente será motivo de despido; hemos despedido a muchas”
Aquella ilusión con la que había llegado al hotel, de pronto, se le estaba convirtiendo en una presión inmensa; allí no cabía el menor fallo y, dado su juventud e inexperiencia, estaba como asustada. Todo parecía muy lindo y, sin embargo, en el ambiente reinaba una presión que nadie notaba pero que, ella sentía dentro de su ser. Digamos que, el susto era lo que primaba dentro de su persona; tenía miedo a fallar; “la menor queja será motivo de despido”. Esta fue otra de las frases que dejó sin aliento a Luz. Primero la había “impactado” el gerente y, la jefa de personal la terminó de hundir en la más vil de las incertidumbres. Luz no sabía la complejidad del trabajo que tenía que desarrollar. Desde fuera, como le habían contado, todo era maravilloso; una vez dentro, experimentando en carne propia la problemática del trabajo, todo se le tornaba negro.
Desde ese mismo momento, una vez ataviada con su uniforme, empezó con las tareas de limpieza. Todo tenía que estar como chorros de oro; reluciente, limpio, despejado, con olor a jazmín. Seguía recordando ella en su interior. Luz, si bien antes de conseguir este trabajo había estado deprimida, era alegré por naturaleza y, por dicha razón, para sonreír no tenía que fingir; ella era la sonrisa permanente; una sonrisa que su infelicidad justificada y pasajera, por momentos le había robado de su rostro; pero como allí no cabía el menor atisbo de pesar; y era una de las grandes consignas recibidas; la amabilidad y la sonrisa, serían siempre sus valores permanentes.
Justamente, en esa quinta planta donde se encontraba empezó su tarea. Quedaba una habitación por limpiar y, como quiera que tuviera colgado el cartel de “No Molestar”, Luz llamó antes de entrar. Se abrió la puerta y apareció un hombre con un albornoz; recién terminaba de ducharse y todavía no se había vestido. Ella, al verlo, se quedó como expectante.
-¿Es usted …?, -Iba a preguntar Luz cuando el muchacho le dijo:
-Si, señorita; soy Luís Arango, el torero colombiano.
Lo que menos podía imaginar Luz es que, en aquel hotel pudiera encontrarse a un torero; ella no lo sospechaba pero, el toreo entero, en Cali, se hospedaba en dicho hotel.
-Déjeme contarle, -dijo Luz- que ayer estuve por vez primera en el coso de Cañaveralejo y pude verlo a usted torear; no terminé de presenciar su éxito porque, señor, la sangre de los toros me produjo un cierto impacto y tuve una lipotimia de la que me asistieron en la enfermería de la plaza.
-No sabe usted la dicha que estoy sintiendo; lo que menos sospechaba –dijo Luís- es que usted fuera espectadora de excepción de mi éxito de ayer. Estoy feliz; me consagré en la plaza de mi tierra y, dicho triunfo, me abrirá las puertas de todas las plazas colombianas y, a no dudar, las de España y Francia.
Por lo que deduzco, es usted empleada de este hotel, ¿verdad? ¡Dígame una cosa!, ¿cómo es que una mujer tan linda como usted trabaja como limpiadora en este lugar?
Luís, impactado por la belleza singular de la muchachita, no acertaba a comprender que, por el sólo hecho de su físico, Luz, debería de aspirar a mucho más. Siendo así, el diestro caleño, maravillado ante aquel espectacular cuerpo le dijo a Luz.
-¿Le agradaría pasar la noche conmigo? |