L a jornada resultó hermosa para ambos personajes; torero y escritor sentían una felicidad inusual. No era normal que dos artistas, cada uno en su género, tuvieran la dicha de encontrarse y, que encima hasta congeniaran de tal modo, como ellos lo habían logrado. El Mago era un orador genial; se explicaba con toda claridad para que Asunción tomara nota de sus vivencias y, a no dudar, en breve, editaría la novela que el diestro le había inspirado. Ambos conversaban de lo divino y de lo humano; la vida y la muerte eran temas que les apasionaban; más a El Mago que, por aquello de su profesión había burlado a la parca, muchas veces, por los ruedos del mundo. El narrador sentía admiración por Rodolfo, como siempre sintió por todos los hombres que vestidos de luces se juegan la vida en las plazas de toros. 
Asunción agasajaba al torero mexicano como si jamás hubiera conocido a un diestro en persona; su fama y categoría como narrador no le impedían mostrar su admiración hacia un hombre que, según él, por su profesión, merecía todos los elogios y el más grande respeto. Escribir es muy sencillo, decía Gabriel a su interlocutor; torear es mucho más complejo porque además de jugarte la vida, para que tu obra resulte hermosa tienen que darse cita muchas circunstancias que, en ocasiones, hasta resulta imposible llevarla a cabo.
Lógicamente, como siempre sucede en la vida de estos personajes, cuando se es humilde, de repente, aflora la grandeza de cada cual y, ambos, torero y novelista eran capaces de entregarse el más grande respeto.
El día apenas les alcanzó para nada; pasó volando el tiempo puesto que ambos artistas tenían mucho por decirse. Es cierto que, Asunción tuvo la “precaución” de grabar toda la conversación y de tal modo ya tenía material para ir hilvanando la novela que, desde que conoció a Rodolfo le estaba fluyendo desde lo más hondo de sus entrañas. Gabriel le mostró al diestro su inmensa biblioteca y, El Mago, tan audaz como siempre y tan observador, muy pronto se percató de que Asunción no tenia libros suyos en tan inmensa biblioteca. Parecía increíble; es más, se resistía a creer que pudiera ser así y, de repente, sin pensárselo dos veces le preguntó al novelista: -Maestro: Estoy observando y en su inmensa biblioteca no he visto ningún libro suyo y si no estoy mal informado, ha editado usted más de cuarenta novelas. Perdone mi atrevimiento pero, era algo que tenía que preguntarle; no podía quedarme con la duda. 
-Es muy sencillo, Rodolfo. Si quiero presumir de buena literatura en mi biblioteca, por supuesto que no debo mostrar mis obras; siempre hay que hacer prevaler la obra de los demás que, con toda seguridad, son infinitamente más sabios que yo y, por tanto, más admirables. Ahí has visto a Gabriel García Márquez, Jorge Luís Borges, Luca Barrientos, Laura Esquivel, Ana María Matute, Kelen Forrets, Octavio Paz, Osho, Facundo Cabral, Pablo Neruda, Juan Rulfo, Evaristo Mendizábal, Conrado Zaldívar, Fabio Almendros y tantos autores importantísimos que, en realidad, son los que le dan sentido a mi sencilla vida y, admirándolos es como me suele llegar la inspiración, sencillamente, lo que me ha pasado contigo.
El Mago, al escuchar al novelista quedaba como atolondrado; no lograba comprender cómo un hombre tan importante como Gabriel Asunción Juárez, reconocido mundialmente como literato, decía que para tener buena literatura tenía que pensar en la obra que escribieron los demás; sin palabras quedó Rodolfo al escuchar tanta belleza en las palabras de tan genial escritor que, como se comprobaba, su humildad era su valor más cotizable.
Es cierto que Rodolfo también estaba sintiendo una emoción indescifrable; jamás llegó a pensar que un día estaría junto a uno de los más grandes narradores universales y que para su dicha, le veía y sentía como un hombre normal y corriente. La vida, le estaba obsequiando a Rodolfo Martín, manjares tan suculentos como el que estaba gozando su alma y, sin duda alguna, el que disfrutaba su cuerpo al estar junto a tan célebre autor; y lo que es mejor, hasta barruntaba que, desde aquel momento, estaba naciendo una hermosa amistad entre ambos que, en un futuro no muy lejano, tanta dicha, seguro le depararía.
Como el diestro confesara muchas veces, pese a tantos obstáculos como suele mostrar la vida en nuestro camino, al final Dios suele ser justo y le da a cada cual su merecido. Rodolfo era una prueba del destino que, tras haber sufrido avatares durísimos en su peregrinar por el mundo, recién cumplidos los sesenta años, estaba gozando de episodios que jamás había soñado. |