U na inmensa paz reinaba en la casa de Gabriel Asunción; paz de la que El Mago se sentía totalmente invadido. Era ya el atardecer y, desde el ventanal del salón se podía ver como el astro rey iba languideciendo en el horizonte; una imagen sensacional la que estaban presenciando ambos amigos que, extasiados ante tan singular belleza no daban crédito a cuanto estaban sintiendo. Escritor y torero estaba felices; ninguno tenía prisa porque la empatía que habían logrado les proporcionaba una felicidad inusitada.
El narrador estaba ávido de emociones ante la palabra del Mago; deseaba escuchar bellos pasajes – o quizás dramáticos – de la vida del diestro que, por cuanto había leído, hasta le sobraban argumentos para iniciar la novela que palpitaba dentro de su corazón.
Gabriel Asunción, un hombre avezado en los más bellos relatos, por vez primera sentía la adrenalina de la narración por aquello de inmortalizar la vida y obra del diestro mexicano; estaba cautivado por el torero porque, cada palabra que brotaba del fondo de su ser era una sentencia irrepetible que, muy pronto quedarían enmarcadas en las más bellas páginas de su obra literaria.
-Cuéntame – dijo Asunción – pasajes de tu vida, de forma muy particular, los que tengan que ver con tu vida amorosa, la que sospecho que debe haber sido muy intensa. Artísticamente, como antes te dije, he podido saber casi todo de ti; pero me falta la parte humana, tus vivencias de cuando eras niño, el entorno de tu familia, tus anhelos por todo México en tu peregrinar por los ruedos de aquel país; muchas son las cosas que, con toda seguridad jamás habrás contando y que ahora tienes la oportunidad de explayarte para que yo construya ese libro que tengo en la mente; esa historia que venida de parte de un torero, hasta barrunto que conoceré al gran humanista que llevas dentro. Te advierto que antes de invitarte a mi casa he sabido mucho de ti; puedo asegurarte que has entrado en mi morada porque adiviné y supe de tu calidad como individuo, de otro modo jamás hubieses cruzado el umbral de esa puerta.
Conocí tu periplo mexicano y, al respecto, poco o nada me tienes que contar; me adentré en lo que es y representa tu historia y, como comprenderás me informé por completo al respecto de tu vida. Pocas cosas me quedan por saber pero, serán tus sentimientos los que sin duda alguna calarán en mi corazón para que, al final, la novela que pretendo sea taurina, hasta sospecho que quizás vaya enfocada en torno a un humanista que quiso ser torero y, será entonces cuando hallaré la materia necesaria para que aflore mi inspiración en torno a tu persona.
- Estoy como asustado, maestro – contestó Rodolfo –. Sabe usted más cosas mías que yo mismo. Su instinto natural por conocer el personaje lo lleva hacia los adentros de mi ser y, en este caso, le digo que esta bien; que por ser usted quien es y por la admiración que despierta usted en mí, lo dejaré entrar a mi alma, por lo tanto creo que yo soy el torero que usted busca para encauzar su talante creativo, en torno a esta historia que busca plasmar, su brillante literatura. Es un honor para mí, que así sea, aunque me deje usted, desnudo ante el mundo.
Amigo Asunción, podría contarle pasajes dramáticos como por ejemplo el día que me destrozó la femoral un toro en Guadalajara, hasta la extremaunción me administró el párroco de la plaza de toros. Nadie daba un peso por mi vida; como me han contado, me trasladaron al hospital para que muriera en el mismo; el doctor Gutiérrez que me operó en la enfermería de la plaza me envió al hospital por aquello de que no muriera en sus manos. Como luego me contaron, hasta llevaron a mi madre a Guadalajara porque todos los que me rodeaban creían que no saldría vivo de allí. Yo me asusté al despertar del letargo que tenía por aquello de la anestesia y calmantes y, al ver a mi madre sentada junto a mi cama, ahí me angustié; digamos que, en aquel momento comprendí la gravedad de lo que había sido mi cornada. Salí de aquel trance porque estaba Dios conmigo; como lo estuvo en las otras treinta y dos cornadas sufridas por las plazas de México.
¡¡¡Ahhh!!! si, espere. Ya recuerdo que me ha dicho que no le hable de mi vida artística que se la sabe usted de memoria. Si, amigo Asunción, deje que continuemos por mi vida amorosa. Anote usted.
Me casé con una gringa porque en aquel momento creo que no tenía nada mejor que hacer. Un error mayúsculo el que cometí. Pero como quiera que soy hombre de una sola palabra le fui fiel mientras duró aquella especie de matrimonio en que ninguno de los dos teníamos nada en común. Yo creo que la gringa acudió a mi vera por aquello de la fama que yo tenía por ser el que era; y me dejé deslumbrar por aquel cuerpo; si, amigo, era un cuerpo escultural pero sin contenido alguno como ser humano. Ella vino de América para hacer unas sesiones de fotografía porque como me contó era modelo publicitaria.
¿Me enamoré?. ¡Yo qué sé! |