L a imagen que ofrecía Gabriel Asunción escuchando al Mago era digna de ver; estaba como atónito ante todo lo que el diestro le iba relatando. Daba la sensación al ver a dichos personajes que, por un momento, se habían cambiado las tornas; es decir, El Mago parecía el novelista y Asunción el diestro. Ambos estaban fundidos en un menester que los apasionaba; mientras el diestro narraba con su voz pasajes de su vida, el escritor lo escuchaba con inusitado interés. En su interior estaba ya adivinando lo que sería su novela que, basada en un personaje real podía sacarle mucho jugo. Datos, fechas, acontecimientos, situaciones diversas, amores frustrados y otras muchas vivencias contadas por El Mago hacían feliz a Asunción.
- Sigue, por favor – dijo el escritor -
-Le contaba los motivos por los que me casé que, ciertamente, ni yo mismo los sabría definir ni explicar. Yo no era feliz pese a que, cuando salía con aquella mujer, éramos la admiración de todos los hombres; perdón, dije mal; era ella la admiración porque como hembra era divina; cualquier hombre podía perder la cabeza por su cuerpo y, para mi desdicha, yo fui el primero. La gringa era la atención, el centro de todas miradas de todo México. ¡Fíjese si lo era que hasta yo caí en sus redes!
Y le cuento que fui siempre muy enamoradizo; a falta del amor que nunca tuve, no se las razones pero por aquella mujer, posiblemente, buscando la pasión del sexo me dejé arrastrar por sus encantos. No fui jamás feliz junto a ella y, en muchas ocasiones, “saboreando” mi desdicha, hasta deseaba que me matara un toro en cualquier plaza. Es cierto. No le encontraba sentido a mi vida y mi peor fracaso vino cuando estando casado conocí a una muchachita maravillosa que se llamaba Dulce Amor, parece un juego de palabras pero ese era su nombre y apellido.
Tanto su nombre como apellido hacían honor a su persona; así era ella, dulce y amorosa. Recuerdo que junto a ella viví un romance bellísimo; nos enamoramos por completo. Ella sabía de mi realidad y, pese a todo, hasta tuvo fuerzas para soportar mi desdicha y, ante todo, ser mi consuelo y el paño para mis lágrimas. Un ser humano admirable. Así estuvimos varios años. Mi vida era dura. Lo poco que había ganado eran bienes gananciales y separarme de la gringa suponía mi total desdicha económica.
Era una situación muy difícil. El divorcio no estaba legalizado en México y, separarme de aquella mujer podría suponer quedarme en la calle. Todo era muy confuso. Lo cierto es que Dulce asumió su papel como amante a sabiendas de mi estado como hombre casado; o precisamente por eso, por estar casado.
Ella me animaba y, perdida entre el anonimato, me seguía por las plazas de toros como una admiradora más; pero ella era el todo para mí. Yo financiaba sus viajes y, por supuesto, en cada ciudad en la que yo actuaba ella dormía conmigo en el hotel donde yo me hospedara. Una aventura trepidante, maravillosa, única en el mundo. Pero un día la suerte me vino a ver; la gringa me cogió en la cama con Dulce en un hotel de Texcoco; y digo que me visitó la suerte porque, en aquel momento, ella, desatando toda su furia contra mi persona, cogió a nuestra hija y se marchó hasta su tierra natal en Ohio.
Tras su partida, la gringa me permitió respirar; desde aquel momento sentí que mi vida podía cambiar, darle un giro total como así sucedió. Ella se marchó a su país y, el único dolor era que se llevaba a la chamaquita aunque a fin de cuentas, era su madre y no cabían más objeciones. Me quedé triste por la niña, pero sentí un alivio muy grande para mi cuerpo y no digamos para mi alma.
Cuando se lo conté a Dulce, ella lloraba de felicidad. Sabía que por fin le daríamos rienda suelta a nuestro amor y nada ni nadie podrían separarnos. Fuimos muy felices. Creo que ha sido la mujer de mi vida que más felicidad me ha dado. A su lado me sentía nuevo, totalmente dichoso y, hasta acudía a jugarme la vida con una ilusión desmedida; los peores fracasos los coseché mientras viví con la gringa y, por el contrario mis grandes éxitos se dieron cita mientras compartí amores con Dulce Amor.
Éramos dos locos enfermos de amor, nada es más cierto. Yo creo que se acabó nuestro amor de tanto usarlo como dice la copla. Dulce me daba mucha pasión, una dicha inexplicable pero, pasado el tiempo, sin que ambos supiésemos las razones, ambos nos sentíamos prisioneros de tan desmesurado amor. El mismo amor que ambos sentíamos es el que nos asfixiaba.
Fuimos tremendamente felices mientras yo estaba casado y, una vez que yo tuve la libertad para decidir, sin saber las razones, aquello perdía encanto por momentos. Posiblemente yo no fui justo con aquella linda muchachita; si tenemos que buscar un culpable, ese fui yo. |