L a reunión entre ambos personajes se prolongó hasta altas horas de la madrugada. Ambos se sentían felices y se habían olvidado del reloj. Asunción asentía con su mirada todo lo que El Mago le contaba; la historia de su amor lo conmovió de forma profunda. Pero quedaban dentro del corazón del diestro muchos capítulos que, sin duda, el narrador, aprovecharía para construir su obra al amparo de un personaje de leyenda como El Mago.
Es cierto que, en aquella casa se percibía una especie de magia en el ambiente; Rodolfo se sentía muy arropado por su contertulio que, lo dejó hablar a sus anchas porque esa era su primigenia ilusión, que el maestro de la tauromaquia hablase para tomar las notas más interesantes, al margen de que toda la disertación del Mago quedaba grabada en el magnetófono del escritor. Por un momento el diestro empezó a contar su época como novillero, sus asaltos a las ganaderías para torear furtivamente, las veces que se tiró de espontáneo en distintas plazas de México, la de ocasiones que era detenido por infringir la ley; innumerables capítulos tremendamente interesantes, pero conocidos, por las veces que la prensa los supo airear.
El Mago daba detalles de todo tipo, hasta el importe de las multas que tenía que pagar para salir de la cárcel cada vez que le detenían por tirarse de espontáneo, la de ocasiones que era visitado por su madre en los centros penitenciaros donde se le recluía; él sabe las lágrimas que derramó su señora madre, debido a su particular forma de ser. Sin embargo, había una parcela muy particular de su vida, que nunca se aireó; sus años mozos en que quiso ser boxeador y que en verdad lo logró. En esta profesión que ejerció y de la que casi nadie conocía se recreó El Mago ante Asunción.
-Sí, maestro. Eran mis primeros años como novillero que, en honor a la verdad, no fueron muy fructíferos que digamos y que, como quiera que el boxeo me entusiasmara, entre ilusiones taurinas y deseos por ayudar en casa, me enrolé en el boxeo. Hasta competí por el título mexicano de los pesos plumas. Hace cuarenta años de esto que le cuento pero no se me ha olvidado jamás. Hasta recuerdo el nombre de los rivales con los que competí. Hice 34 peleas y salí triunfador en treinta ocasiones. Fui campeón provincial; disputé varios títulos autonómicos. Allí estaba como entrenador Kid Tunero que tanto me enseño en la profesión. Recuerdo que subía al ring con una ilusión desmedida; todo eso ocurría cuando todavía no había pisado una plaza de toros. Pero sí, aquellas veladas me apasionaban.
Competí con Floy Mantilla, Virgilio Nadiera, Ronald Gray, Guliano Banderas, Alfredo Costa, Nando Paterson, Santi Garacho, Bartel Mann, Ramiro Santos, Perico Antúnez, Gaby Ramírez, Alfredo Puach y una larga lista de púgiles y, algunos de ellos, años más tarde llegaron al estrellato, caso de Giuliano Banderas que conquistó la corona mundial de los pesos plumas. Hasta llegué a pensar que tenía futuro como boxeador, pero cometí uno de mis primeros errores, no me supe acoplar a la “disciplina” de la profesión. En uno de los combates que tenía programados para cierto día, en la misma tarde, cometiendo otra de mis locuras, me tiré de espontáneo en la plaza de Texcoco cuando, en la noche, tenía programado un combate en dicha ciudad. Tuvo que intervenir el gobernador para sacarme pronto de la cárcel y, de tal modo disputar el combate programado. Aquella noche perdí; me noqueó en el séptimo asalto Ronald Gray, un gran boxeador norteamericano que me hizo besar la lona.
Fue una etapa apasionante, en realidad, como todo lo que he hecho en mi vida. Pero me desilusionó por completo el día que tuve que disputar el cetro por el título de mi país teniendo como rival a Bartel Mann, otro norteamericano al que había vencido en dos ocasiones anteriores. Lo que yo no sospechaba es que a esos niveles de la competición, un combate pudiera estar amañado; y lo estaba.
Desde la misma organización boxística me dijeron que tenía que dejarme ganar para que, en aquella ocasión, la gloria se la llevara el citado Bartel Mann; había muchos intereses de por medio y mi nombre, en aquel instante no interesaba que ganara. Armé un escándalo monumental. La misma noche del combate, sabedor de todo lo que me habían dicho, me negué a boxear. El local estaba completamente abarrotado; la gente rugía de pasión. El ambiente estaba muy tenso. Yo mantenía mi negativa para subir al ring y, en el vestuario, de pronto, una pistola con un encapuchado apuntaba a mi cabeza; estaba claro, o subía al ring o aquel tipo disparaba.
Aprendí la lección de repente. No había otro camino a elegir. Es cierto que me pagaron el doble de lo convenido, pero era dinero sucio. Subí al ring, esquivé al enemigo durante unos asaltos y, creo recordar que en el noveno, sin que mi rival me pegara me dejé caer en la lona. Y así acabó mi historia como boxeador. |