L a vida de Ingrid estaba dando un giro insospechado, ella pensaba que todo era un sueño.
Había mucha felicidad en todo su entorno.
En muy poco tiempo había descubierto que, la amistad que sentía por El Mago, se estaba convirtiendo en un sentimiento bellísimo e inexplicable, al que el mundo suele denominar amor.
La magia que el diestro desprendía y, sin él darse cuenta, estaba calando hondo en el corazón de la torera.
Aquél apasionado beso que ella le dio al Mago, de alguna manera, estaba diciendo mucho más que millones de palabras.
Ingrid, de pronto no era dueña de sus actos y, su actitud era la que la preocupaba. Era mucha la responsabilidad que asumía ante el hecho de tener que jugarse la vida frente a un toro y, para colmo, tomar la alternativa en dicho acto.
En el fondo, Ingrid y El Mago se consideraban amigos y, como tales así pretendían actuar y sentir. De tal modo -en verdad- lo pensaban pero, la mirada de Ingrid certificaba muchas más cosas que las que pueda deparar la amistad entre dos personas, en este caso, entre un hombre y una mujer.
Ahora, para dicha de ambos, tenían que pasar muchas horas juntos; digamos que, por las connotaciones de lo que habían elegido, tenían que vivir juntos.
Todo estaba previsto para que, en dos meses vista, cuando comenzara la temporada de la Santa María de Bogotá, se celebrara en dicha plaza, este acontecimiento histórico en el mundo de los toros. Morenita de Bogotá se doctoraría allí, de manos del Mago, el mítico torero mexicano al que Colombia había adoptado como un hijo más.
Ambos toreros, él y ella estaban emocionados; los unía la fuerza de la ilusión. En ella, ésta pugnaba por lograr hacer realidad lo que durante toda su vida fue su gran sueño; en él, por intentar repetir el gran éxito que obtuvo en Cali y, por saberse doctor en la misma ceremonia en la que investiría como doctora en tauromaquia, a su querida Ingrid.
Iniciaron, como no podía ser de otro modo, una intensa preparación física y artística. Toreaban de salón en la misma plaza de toros de Cali porque la Fundación que la rige, gentilmente les había cedido el espacio para llevar a cabo el entrenamiento.
El Mago había tenido conversaciones para torear algunas becerras en la finca de Ernesto González y, de ser posible, matar un toro a puerta cerrada por parte de Ingrid.
Todo esfuerzo sería poco para la gran responsabilidad que habían adquirido. Terminaban cada jornada exhaustos del cansancio que acumulaban; no había tiempo para el asueto. Su concentración tenía que ser al máximo y, a la altura del gran esfuerzo que invertían.
Luego de una dura jornada de entrenamiento, llegada la noche, tras la cena, El Mago invitó a Ingrid a tomar un café en un bar cercano. Él sentía que tenían muchas cosas que decirse y, fuera del contexto de trabajo que ambos tenían, un lugar íntimo para sus confesiones, era mucho más acertado.
Sus miradas los delataban; parecían otras personas a las que convivían durante la jornada en la que, entre entrenamientos y consejos taurinos por parte del Mago hacia Ingrid, eran el maestro y la discípula. Pero, fuera del hábitat natural de su profesión, como ahora, El Mago e Ingrid sentían una ilusión desmedida por hablarse de cosas, muy al margen de los toros.
-¿Crees, Mago, que hemos enloquecido? – preguntó Ingrid-.
-¿Por qué lo dices? – contestó Rodolfo- .
-Lo digo, porque te confieso que no se si tengo miedo por tomar la alternativa o por estar contigo. Te explico.
El reto de que llegues a doctorarme y así satisfacer lo que ha sido mi máximo anhelo en la vida, es algo que me motiva, pero estar contigo a tu lado, como ahora, me apasiona.
Estoy feliz contigo, Mago querido.
¿Sabes qué?. Tengo miedo por si algún día este sueño que estoy viviendo, se acabe; han sido muchos los reveses que la vida me ha dado y, como te digo, si esto es un sueño no quiero despertar jamás. Es tanta la dicha que estoy sintiendo que no sabría explicarte con palabras, que es lo que pasa por mi corazón.
El Mago se quedó mirando a Ingrid con los ojos del alma. Escuchaba con atención lo que le contaba la muchacha y, lo que es mejor, adivinaba lo que sentía su corazón.
En realidad, la magia se estaba apoderando de los dos. Ambos se sentían envueltos en un manto de amor y, sin que se hubieran percatado hasta ahora, ya la felicidad los había inundado por completo.
El milagro del amor, una vez más, hacía acto de presencia junto a dos seres maravillosos a los que unió su profesión y, lo que es mejor aún, la propia vida.
-Gracias, Ingrid – susurró El Mago -. Yo también me siento muy contento a tu lado.
¿Qué nos está sucediendo?.
No, Ingrid, no me contestes. Deja que siga deleitándome con lo que me dice tu corazón y, tu mirada limpia y pura, que me sigue embelesando.
Tus ojos, me lo dicen todo, amada mía; no necesito siquiera de una sola de tus palabras. |