E lla, Sara, nació en tierras argentinas. Sus ancestros eran de condición humilde. Nació en un pesebre y fue abandonada por su padre. Sara, en compañía de sus hermanos, fue creciendo como Dios le daba a entender.
Digamos que, su infancia estaba rociada por la carencia de tantas cosas que, la niña de aquellos años, opositaba a ser una mujer de la calle puesto que, la vida, así se lo demandaba. Pero Sara era fuerte. De sus entrañas brotaba una ilusión desbordante para vencer tantas carencias como la vida le obsequiaba.
Era la niña simpática y bonita de aquella barriada. Carecía de todo lo material, nada es más cierto. Pero su espíritu, su carácter indomable es el que cautivaba a todos los que la conocían. Sus ojitos vivarachos, su cuerpito menudo, sus trencitas y sus ilusiones, las que llevaba reflejadas en el rostro, le delataban siempre ante sus conocidos y allegados.
Creció entre penitas y ella, desde siempre, se fabricaba sus propias ilusiones. Se sentía sola puesto que, su madre, con el cuidado de muchos hijos, apenas podía reparar en ella puesto que, siendo la mayor de aquella saga, desde muy pequeñita tuvo que acometer las tareas de cualquier adulto, seguramente, lo que le obligó a creer y a madurar, mucho antes de lo debido.
Muy prontito entendió el mensaje que la vida le entregaba. No tenía nada y, todo aquello que deseara sabía que lo tenía que ganar con su esfuerzo; desde el pedacito de pan hasta los zapatitos que calzaba. No había cumplido los siete años y, sus tareas ya eran continuas.
Sara jamás esquivó la ocasión para ayudar a todos los que se lo pedían que, más tarde, era recompensada con unas moneditas; poco, pero lo suficiente para ayudar en aquella maltrecha economía familiar. No cabían lujos, si siquiera lo que en otros hogares se entendía como normal y lógico.
El cirujeo que ahora practican miles de argentinos, en aquella década de los cincuenta y sesenta, para Sara, era su medio de vida. Cualquier tipo de trabajo era válido para aquella niña que, ilusionada por los suyos, luchada con denuedo sin importarle situación; su talante podía con todo. Ella es la que ayudaba a su madre puesto que, como hija mayor, con tan solo seis años asumió la dura tarea de su responsabilidad ante los suyos.
La vida, como se demuestra, no le permitió a Sara ser una niña como otras que, en el barrio, en aquellos años, algo tan lógico y normal, jugaban con muñecas de cartón. El juego para ella, consistía en el trabajo. Desde preocuparse por lavar la ropa de sus hermanitos, incluyendo la suya y la de su madre; pero había que hacerlo todo en el río. Dichosa de ella que, cerquita de su casa pasaba el río Jalay. Sara vivía a poco más de un kilómetro del cauce del río y, el devenir de su agua era, para ella, su gran diversión. Parece increíble pero, aquella niña dicharachera y simpática, cargaba, a diario, con un haz de ropita y, en aquel carrito que le fabricaron unos vecinos iba y venía al río; muchos días, a su regreso, la ropa que había lavado, ya estaba sequita; el duro sol le ahorraba el tenderla al llegar a la casa.
Pocas eran las diversiones; o quizás lo eran todas, sencillamente porque Sara ponía todo su corazón en su quehacer, si acaso porque, dotada de un amor fuera de lo normal, de una inteligencia sublime, con tan poquitos años comprendió el orden de prioridades en su existencia, como en la de sus hermanos y de su madre.
Era una familia abandonada que, sin un padre se hacía muy duro el devenir diario, de ahí que, Sara, con una entereza admirable, asumía su papel de protagonista, el que la vida le entregara como si de una obra de teatro se tratare, pero con la salvedad de que era, por encima de todo, la obra de su propia existencia.
Aquella niñita se dedicó a vivir por y para los demás y, jamás le quedó tiempo para otra cosa. Había una escuela en el barrio, de condición humilde; escuela a la que Sara acudió muchas veces pero, la gran verdad es que nunca llegó a entrar. Era mucho el lujo que podía suponer para ella “desperdiciar” su tiempo en una escuela; otras obligaciones era más prioritarias. Ella sabía lo que estaba perdiendo, pero prefería seguir ganando aquello que se trabajaba cada día que salía el sol; su tarea a favor de los suyos, su dedicación más exquisita a favor de los que ella amaba. |