A quella niña flaquita, menudita y tan vital, era la admiración de todo el barrio. Ella, junto con los suyos, moraban en una vivienda carente de todo lujo, incluso casi de todas las cosas o utensilios elementales para todo ser humano. El habitáculo era de una sola planta y, las líneas divisorias de la casa eran puras cortinas que separan a los unos de los otros.
La casa, situada al extremo de la calle tenía detrás un patio grande que, en el mismo, se vertían las aguas residuales y, a su vez, se guardaban los cántaros y vasijas con las que se traía el agua de la fuente más cercana que, la misma, quedaba a dos cuadritas de la vivienda.
Convengamos que, el agua, ese líquido elemento que ahora derrochamos, para Sara, en aquellos años, era un tesoro irrepetible. A diario, el esfuerzo por traer el agua a la casa, era de proporciones inimaginables. Ella cargaba con dos vasijitas propias para que su cuerpito pudiera arrastrarlas, pero era algo que tenía que hacer durante varias veces al día. Nada le importaba con tal de sentirse útil a los suyos.
Ella era, como se demuestra, pura vocación en sus acciones y sentimientos. Sara no pudo nunca ser niña; aquel cuerpito menudo y escuálido jamás supo de la gloria que la vida, casi siempre, les entrega a los niños, cuando menos, a todos aquellos que, en condiciones, digamos normales, disfrutan de unos padres que luchan por ellos. Esta muchachita, como se comprueba, jamás gustó de los manjares de la infancia. Creció, sino físicamente, sí tuvo que hacerlo psíquicamente puesto que, el camino que la vida le ofrecía era un camino sin retorno y, lo que es peor, sin el horizonte propio de los niños de su edad. |