Y he aquí la importancia de discriminar entre situaciones reales, que ameritan acciones concretas, y situaciones potenciales, que quizá jamás lleguen a concretarse.
La supervivencia del homo sapiens, desprovisto de garras y colmillos, depende en gran parte de su capacidad para detectar el peligro y evadirlo. Ello explicaría por qué, a menudo, se le presta tanta atención a los asuntos negativos.
El temor es la desagradable emoción que surge ante la presencia de una contingencia real o imaginaria. En principio, se trata de actuar con respecto a aquellas cosas que suponen una amenaza: identificamos el peligro y tomamos decisiones que nos permitan reducir el riesgo.
Nuestra compañera Linda Dambrosio Esta posibilidad de actuar para evitar consecuencias negativas, la sensación de tener cierto grado de control sobre la situación, es lo que mitiga la angustia. Sin embargo, en muchos casos nuestras posibilidades de obrar son limitadas. O no podemos hacerlo, sencillamente, porque el peligro que se cierne sobre nosotros no es real, o no es inmediato. Se trata de un enemigo difuso al que no podemos enfrentar porque no tiene una identidad concreta. Es más: tal vez nunca llegue a presentarse.
Y he aquí la importancia de discriminar entre situaciones reales, que ameritan acciones concretas, y situaciones potenciales, que quizá jamás lleguen a concretarse.
Las personas nos sentimos cómodas dentro de nuestras rutinas: nos ahorran gran cantidad de decisiones y nos ofrecen cierta seguridad; ya sabemos lo que va a ocurrir. De hecho, la incertidumbre es el desencadenante por excelencia de la ansiedad.
Precisamente la situación que ha ocasionado la propagación del Covid-19 tiene varias implicaciones relacionadas con la ansiedad. De entrada, nos ha dejado desprovistos de rutinas, lo cual ya resulta lesivo.
Si bien anticipar acontecimientos nos permite planificar, organizar y prepararnos para eventos venideros, pensar en amenazas futuras suele desembocar en innecesarios cuadros de angustia.
Mantener la calma depende fundamentalmente de nuestra capacidad para conectar con nosotros mismos y dimensionar apropiadamente, día a día, nuestra situación. Más allá de respetar las indicaciones preventivas que por distintas vías se han hecho conocer, es preciso tomar conciencia de hasta qué punto ese malestar que experimentamos no es producto de una situación real, sino del miedo.
Nuevamente, nos domina la incertidumbre: ¿Contraeremos la enfermedad? ¿Sufriremos? ¿Formaremos parte del número de personas que requiere atención hospitalaria? ¿Sufriremos otras consecuencias de la situación, tales como el desabastecimiento o la pérdida de un ser querido?
Son episodios que no han tenido lugar. Son amenazas.
Tenemos que permanecer en el aquí y el ahora. Cuando se verifique una situación adversa, podremos tomar acciones, pero no antes, porque ni siquiera sabemos cuál será el problema. Solo sabemos que puede llegar a pasar algo desagradable y eso dispara nuestra angustia.
Los antecedentes apuntan a que la mayoría de las personas que contraigan la enfermedad podrán superarla en casa y se recuperarán, si bien es conveniente estar atentos a posibles complicaciones.
También hace falta dosificar el tiempo que permanecemos expuestos al bombardeo de mensajes a través de múltiples canales. Es necesario estar informados, pero sin mantenernos en una posición de alerta prolongada que nos desgasta, aumentando la sensación de riesgo.
Los expertos recomiendan seleccionar actividades concretas por realizar, enmarcarlas dentro de una rutina, y apegarse a ella. De resto, es inútil preocuparse por un futuro que no tiene por qué ser infortunado. Hasta el Evangelio de San Mateo lo proclama en uno de sus más bellos y esperanzadores pasajes: “A cada día, su afán”. |